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La administración de la dependencia en la historia
Por Koly Bader-FSN-Tucumán
“Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los humildes no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe comenzar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las elecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”
Rodolfo Walsh
Cientos de años habían pasado y la maldición de Malinche no era sino un mito popular que pugnaba por reflejarse en la realidad de toda América Latina. La independencia sería mucho más el comienzo de algo que el final de la colonia. La lucha por la revolución fue transformándose, al calor de las batallas, en una mera puja por la administración de la dependencia, primero de España, luego de Inglaterra y por fin de los Estados Unidos.
Desde 1816, desde ese Congreso en Tucumán que finalmente nos declaró independientes de la Corona española y hasta entrado el siglo XX la guerra civil, las matanzas de originarios, enemigos políticos y gauchos rebeldes fue una constante. Y es que la disputa por los beneficios del comercio exterior y las ambiciones de una clase terrateniente afincada en las proximidades del puerto y otra alejada de él, transformaron este pedazo austral de Suramérica en un campo de batalla.
La historiografía oficial disfrazó este conflicto de intereses como una lucha entre unitarios y federales asignándole un contenido de ideas que estuvieron presentes sí, en muy honrosas excepciones, pero en la mayor parte de los casos como ideología justificatoria que enmascaró en realidad una guerra entre las oligarquías del interior y la de Buenos Aires. Los estancieros y terratenientes de entonces fueron los generales de ejércitos de gauchos e indios que luchaban de un lado y otro sin mucha convicción, pero con enorme fidelidad a sus Patrones por los que se sentían más comprendidos y paternalistamente tratados. Fueron los precursores de lo que será más tarde el ejército nacional, una vez que la Buenos Aires, a la postre políticamente triunfante, se transformara en hegemónica de un territorio unificado detrás de los intereses de una oligarquía que comprendió que el enemigo no era el de su propia clase, sino que deberían aliarse para llevar adelante un verdadero “proyecto nacional”.
Muchos de los llamados caudillos y que incluso habían luchado por la independencia, eran en realidad hombres ricos del interior, terratenientes, patrones de estancia, que en nombre del federalismo hasta se unieron con los imperios de Brasil o Francia para lograr socavar el poder de sus iguales de Buenos Aires. Es el caso de Estanislao López de Santa Fe, Facundo Quiroga en La Rioja o de Justo José de Urquiza en Entre Ríos.
Luego de los sucesivos gobiernos colegiados de la Primera Junta (1810), Junta Grande (1811), Triunviratos (1811-1814) y el Directorio (1814-1820), llegada la primera presidencia de Bernardino Rivadavia, se inaugura el proceso que en la historia se cuenta como de luchas entre unitarios y federales. Los primeros partidarios de la centralidad de Buenos Aires y los segundos de las autonomías provinciales. En el medio, los beneficios del puerto y su aduana, una aduana de contrabandistas y deshonestos “comerciantes” que apenas si sobrevivía de los negocios espurios. Por la otra parte los intereses de manufactureros del interior y de los grandes terratenientes provincianos. Muy poco importaban los gauchos, los indios o los criollos pobres como no sea para engrosar los ejércitos que de uno y otro lado defendían los privilegios de propietarios, terratenientes y comerciantes contrabandistas.
Durante la presidencia de Rivadavia (1826-1827) se estima que las 13 provincias que componían el territorio tenían algo más de 700.000 habitantes, de ellos 120.000 en la Provincia de Buenos Aires. Eran sólo 13 provincias. El sur, desde el sur de lo que hoy es la Provincia de Buenos Aires, el sur de Córdoba, de San Luis y de Mendoza para abajo, era de los indios, no formaba parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Rivadavia inauguraría dos políticas que predeterminaron la historia argentina hasta hoy. Endeuda al país con Inglaterra por un millón de Libras y entrega las tierras más feraces de Buenos Aires, tierras del estado, a 518 terratenientes en lo que se llamó Enfiteusis. Una suerte de alquiler cuyo precio ponían los inquilinos y que además nunca pagaron.
La guerra civil duraría hasta 1880. 60 años de sanguinarias guerras intermitentes que terminaron sólo para dejar paso al genocidio de la Campaña del desierto (1877) de Julio Argentino Roca, otra vez, para repartir tierras entre las familias patricias de Buenos Aires.
Sorprendente resulta estudiar aquel pedazo de la historia, quizá el más vergonzoso hasta la última dictadura de 1976. Y sorprendente resulta descubrir que los métodos utilizados entonces guardan una enorme similitud con los de la sangrienta dictadura. Los campos de concentración y exterminio, el secuestro de niños para ser enviados a los ingenios tucumanos o los obrajes del Chaco a donde morirían al servicio de “Familias patricias”, los fusilamientos masivos, la separación de las familias y la reducción a servidumbre de los indios, parecen ser el comienzo de una tradición seguida por el ejército argentino cien años después. Y curiosamente, también relacionada con los ingenios tucumanos que fueron durante el Operativo Independencia (1975) cómplices impunes de crímenes de lesa humanidad. El extermino de los pueblos originarios no terminó allí y siguió hasta bien entrado el siglo XX. Incluso durante la primera presidencia de Perón. Se la conoce como la Masacre de Rincón Bomba al asesinato de aborígenes de las etnias toba, pilagá y wichi, perpetrado entre el 10 y el 30 de octubre de 1947 por tropas de Gendarmería Nacional en las cercanías de Las Lomitas, en el entonces Territorio Nacional de Formosa. Fueron masacrados más de 500 aborígenes, hombres, mujeres y niños, desnutridos y desarmados que portaban retratos de Perón y Evita. La masacre nunca fue investigada ni juzgada judicialmente y permanece impune hasta la actualidad.
Es que el insipiente capitalismo vernáculo exigía mano de obra. Dice la antropóloga Diana Lenton “Otros factores, afincados aparentemente en tierras lejanas, incidirían en la suerte de los pueblos pampeano-patagónicos, esta vez en su dimensión humana. Uno de ellos es la aceleración del proceso de industrialización en el sector azucarero, a partir de la década de 1870, que elevó la demanda de una mano de obra de características especiales. En este contexto, el ministro Julio A. Roca sugería por carta en 1878, al gobernador tucumano Domingo Martínez Muñecas, “que se remplacen [sic] los indios holgazanes [sic] y estúpidos que la provincia se ve obligada a traer desde el Chaco, por los Pampas y Ranqueles”, que él mismo le enviaría, a cambio de apoyo político para la futura campaña presidencial. Inmediatamente recibió la respuesta de una decena de los principales empresarios azucareros solicitándole 500 indígenas con o sin familia que fueron rápidamente remitidos a Tucumán, donde la mentada baja “productividad” de los peones pampas era compensada por su bajo costo. Así, los ingenios tucumanos se convirtieron en el destino de miles de prisioneros tomados durante las campañas militares de conquista de la Pampa y la Patagonia, y del Chaco”.
Y es Eduardo Rosenzvaig en “Historia Social de Tucumán y del azúcar”, quien identifica entre los firmantes que pidieron el primer envío de familias indias a: Julio Zavaleta (20 familias), Miguel López (10 flias.), Dolores de Márquez (6); Miguel Medina (5); Ramón Posse (8); y a quienes prefirieron indios varones: Muñoz Salvigni (50 indios); Juan Posse (20); Eudoro Vázquez (100); José Padilla (200); etc.
Pero regresemos a la época de Rivadavia. Es el primer presidente porque antes de su mandato, el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires Gregorio de Las Heras ejercía el Ejecutivo Nacional. Luego se sucederían Gobernadores de Buenos Aires con representación nacional legal o “de facto” o con manejo de las Relaciones Exteriores
Manuel Dorrego 12 de agosto de 1827 - Juan Lavalle 1º de diciembre de 1828- Juan José Viamonte 26 de agosto de 1829 - Juan Manuel de Rosas 8 de diciembre de 1829 - Juan Ramón Balcarce 17 de diciembre de 1832 - Juan José Viamonte (interino) 5 de noviembre de 1833 - Manuel Vicente Maza (interino) 1º de octubre de 1834 y Juan Manuel de Rosas 13 de abril de 1835.
Es decir, desde 1827 a 1835 no hubo presidentes sino Gobernadores de la Provincia de Buenos Aires a cargo de la representación nacional. Y nótese la rápida sucesión hasta Rosas que permanecerá hasta 1852. 17 años en el poder. Mucho tiempo para uno de los estancieros porteños más ricos, que valía como federal, pero realizó el más unitario de los gobiernos aún que con un marcado nacionalismo. Las “Provincias Unidas” no lo eran tanto porque los intereses en juego impidieron esa unidad tanto como derramaron la sangre del gaucho.
¿Pero qué era eso tan importante que disputaban las clases dominantes del interior y Buenos Aires? La administración de la dependencia. No era otra cosa el manejo de la aduana del puerto que regulaba la salida del cuero salado producido por los hacendados y la entrada de manufacturas de Europa, sobre todo de Inglaterra. Los ingresos por lo exportado eran disputados ya que la importación estaba totalmente abierta perjudicando la incipiente industriocidad de las provincias no ganaderas. Por eso el litoral exigía la libre navegabilidad de los ríos, en especial Justo José de Urquiza, poderosísimo hacendado de Entre Ríos. Eso evitaría pasar por la aduana de Buenos Aires.
Rosas, como gobernador de Buenos Aires, y con poderes plenipotenciarios delegados por las provincias para el manejo de las cuestiones de política exterior, gobierna con mano de hierro no sin perseguir a los unitarios con pretensiones de aniquilamiento. Se niega a promover la promulgación de una constitución nacional y de terminar de conformar el territorio como una nación respondiendo a los intereses de los hacendados porteños y a los suyos propios. Hasta que, finalmente, el “federal” Justo José de Urquiza, aliándose con el imperio de Brasil, se revela y lo derrota en la Batalla de Caceros en 1852. Por primera vez, un gobernador del interior, Urquiza, se hace cargo de los negocios de las provincias y su política exterior. Convoca a una nueva legislatura con representación igualitaria de las 13 provincias, llama a una Convención Constituyente, decreta la libre navegación de los ríos como hacendado que era del litoral, y financia al Estado nacional con los ingresos de las aduanas provinciales. En estas condiciones gobierna hasta 1854 en que es elegido Presidente de la Nación pero gobierna con la capital en Paraná, y Buenos Aires permanece separada de las 13 provincias por casi 10 años por la rebelión encabezada por Bartolomé Mitre hasta 1859. En ese año otra vez se enfrentan militarmente unitarios y federales en la batalla de Cepeda en que Urquiza resulta triunfante, se incorpora Buenos Aires, pero Mitre permanece como gobernador.
Allí no terminarían los pesares de hombre común de estas tierras ni se saldan las cuentas de la lucha por la administración de la dependencia. Es cierto que muchos de los caudillos y líderes de esas épocas lucharon por la independencia y hasta redoblaron su esfuerzo para repeler las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Es cierto que Rosas resistió el bloqueo de los franceses al puerto en 1838 y el bloqueo de franco-ingles de 1845 que terminara 2 años después de la heroica batalla que se conoce como de la Vuelta de Obligado. Pero, muchos de ellos no combatieron sino en defensa de la independencia y privilegios de la oligarquía vernácula. Como dijera Monteagudo “Todos aman a su patria y muy pocos tienen patriotismo: el amor a la patria es un sentimiento natural, el patriotismo es una virtud: aquel procede de la inclinación al suelo donde nacemos y el patriotismo es un hábito producido por la combinación de muchas virtudes, que derivan de la justicia. Para amar a la patria basta ser hombre, para ser patriota es preciso ser ciudadano”.
Por eso concluyo que el nacionalismo es una virtud de “amor” a la patria pero está lejos de ser patriótico. El patriotismo conlleva una virtud de justicia con el com-patriota que no se compadece con el simple nacionalismo. Así como todos aman a su madre, pero eso no significa ser buenos hermanos.
Pero volvamos a la historia. Los porteños no se resignan a deponer su hegemonía. En 1860 Santiago Derqui es elegido presidente para suceder a Urquiza. Mitre aprovecha y rompe las relaciones con la confederación. El 17 de setiembre de 1861 Urquiza, al mano de las tropas de la confederación, enfrenta a Mitre en la Batalla de Pavón. En la tarde de ese día y con la batalla prácticamente ganada, insólitamente Urquiza se retira dejándole el triunfo a Bartolomé Mitre. Derqui es depuesto y se inicia otra sangría en todo el territorio de las 13 provincias ahora bajo la hegemonía de Buenos Aires.
Por esos años Buenos Aires era sumamente próspero y en interior campeaba la pobreza y el desamparo. Mitre capitanea, ya presidente en 1862, un régimen de terror, asesinando a todo federal que parezca tal. Inicia la “pacificación nacional” con un ejército que recorre la geografía de las provincias sometiendo por la fuerza toda posible rebeldía. Algo parecido a los que sucedería un poco más de 100 años después. Y entonces surge en La Rioja un gaucho de verdad que comienza la resistencia al régimen del terror porteño. Chacho Peñaloza, el emblemático caudillo que los sectores del pueblo empobrecido y reprimido del interior identificarán, a él y a sus temibles montoneras, como su representante. El encargado de reprimir ese alzamiento que va logrando apoyos de las provincias vecinas es el gobernador de San Juan, Domingo Faustino Sarmiento. La sangre corre otra vez sobre las tierras de las provincias y Sarmiento escribe sus palabras más odiosas comunicando a su jefe Mitre el asesinato y empalamiento del Chacho Peñaloza. La sangre de esa “chusma”, como la llama, sirve sólo para abonar la tierra.
Desde ese momento, será Buenos Aires la que domine los destinos de este territorio. Bartolomé Mitre marca el comienzo de la ininterrumpida hegemonía porteña más allá de levantiscos y rebeldes. En esos años se inaugura oficialmente el proceso de doble dependencia del interior, de colonialismo interno. La dependencia del imperio y de la oligarquía porteña que resuelve desde esa metrópoli las líneas más generales de la política nacional.
Larguísimo sería el camino de recorrer nuestra historia por el sangriento sendero de las luchas intestinas, la persecución y asesinato de los caudillos, la criminalización del gaucho por su instinto de libertad sin sujetarse a los “mandones” que lo sometían a los designios de una oligarquía en formación respaldada en la clase comerciante porteña interesada en los beneficios de la aduana al exportar los frutos de las feraces tierras sojuzgadas. Baste decir que en la propia constitución de nuestro territorio como nación se mostró cómo la oligarquía porteña, necesitada de expandir las fronteras productivas para sus lujos y el bienestar de Europa, cometiera el genocidio más horrible de los pueblos originarios verdaderos dueños de la tierra.
No quedan dudas de que la clase dominante, en toda nuestra historia, no reparó en métodos por más sangrientos que fueran para enriquecerse, mantenerse en el poder político y usar al Estado como instrumento de opresión y sojuzgamiento. El fraude electoral, los asesinatos políticos y la traición jalonan la historia argentina hasta el primer gobierno de Hipólito Irigoyen (1916) que, gracias a la llamada Ley Sáenz Peña, encabeza el primer gobierno libremente electo. 100 años tardó la nación independiente en parecerse a una república que de todas maneras resultó criminal y represora como lo demuestran la llamada Semana Trágica y la sangrienta represión en la Patagonia que incluso inauguró el paramilitarismo con la llamada Liga Patriótica Argentina compuesta por los hijos del patriciado porteño. Estos jóvenes, armados por la propia policía y el ejército colaboraron con la represión tanto en Buenos Aires como en la Patagonia. Pero poco duraría la resignación de la oligarquía que veía irse el poder político de sus manos aún cuando defendiera sus intereses de todas maneras. A falta de instrumentos mejores, recurre desde 1930 en adelante a sucesivos golpes militares.
Pero volvamos un poco para atrás para retomar la historia.
Mitre no solamente “pacifica” a sangre y fuego las provincias, sino que inicia la Guerra de la Triple alianza en 1865. Desde la independencia Paraguay había seguido su propio camino con reparto justo de la tierra y un desarrollo industrial sorprendente para la época y la región. Bajo un justificativo que se escuchará en los años siguientes de boca del imperio norteamericano en muchas oportunidades, Argentina, aliada al imperio esclavista brasileño y a un dudosamente legítimo gobierno de los colorados en Uruguay justifica el ataque a esta república independiente. Dicen que quieren librar a Paraguay de la dictadura de Francisco Solano López. Esta acción beligerante contra el único país verdaderamente independiente de la región cuenta con el apoyo del “federal” Justo José de Urquiza que incluso apoya con sus tropas. Se inicia así una guerra absolutamente impopular pero que dejaría a Paraguay en la ruina, con una población reducida de 500.000 a 100.000 habitantes a pesar del heroísmo de sus hombres que casi desaparecen como género a raíz del conflicto.
Durante esta guerra se produce la rebelión de uno de los últimos caudillos federalistas, antiguo seguidor de Chacho Peñaloza. Felipe Varela, un catamarqueño estanciero en La Rioja, se levanta y aunque es vencido en menos de un año asilándose en Chile, deja una proclama que patentiza la realidad política de 1966. “Ser porteño es ser ciudadano exclusivista, y ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos”
A Mitre lo sucede como presidente Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) con la guerra aún en curso. Admirador de Norteamérica, hacia allí mira. Es el primero en implementar la inmigración europea y administra la dependencia llevando al país a un desarrollo capitalista con hegemonía porteña. Hasta contrata maestros norteamericanos para educar a los docentes argentinos.
Nicolás Avellaneda, ministro de Sarmiento, resulta electo como su sucesor en 1874. Durante su mandato la producción de granos crece exponencialmente haciendo necesaria más mano de obra. Así se promulga la Ley de Inmigración y Colonización y se inicia la expansión de la frontera con el indio para ganar tierras fértiles. Es nombrado el General Julio Argentino Roca para hacerse cargo de la llamada Conquista del Desierto, plan del que era autor y que se prolongará hasta 1884 (ver más arriba). Así se consolida el ejército nacional como brazo armado de la oligarquía porteña que será la beneficiaria de los millones de hectáreas de las tierras “conquistadas” en reparto gratuito entre las familias “patricias” de la época.
En 1880 y por sus grandes méritos militares contra los indefensos indios, es electo presidente el general Julio A. Roca, un hombre de la llamada Generación del 80. Consolida la administración de la dependencia hacia el modelo agroexportador con un modelo político conservador basado en el fraude electoral y la exclusión de la mayoría de la población de la vida política. Se incrementaron notablemente las inversiones inglesas en bancos, frigoríficos y ferrocarriles y crece la deuda externa. Se instala el fraude como sistema electoral y Roca designa candidato a su concuñado Miguel Juárez Celman (1886-1890). Con él llegan las privatizaciones de servicios públicos, la corrupción generalizada y una altísima inflación con caída de los precios internacionales. El descontento campea entre los trabajadores y nace una oposición sólida que se llamaría Unión Cívica cuyo máximo referente es Leandro Alem, un político con verdaderas convicciones. Dirige lo que se llamó la Revolución del Parque, el primer antecedente de un partido que emplea la lucha armada para llegar al poder desde la constitución de la nación argentina. Unos 1.500 hombres en armas intentan la revolución, pero fracasan en sólo tres días de combate. Sin embargo, como consecuencia cae Juárez Celman y lo reemplaza su vicepresidente Carlos Pellegrini hasta el final del mandato en 1892.Un hombre que funge de precursor de las ideas industrialistas.
Alem sigue comandando la Unión Cívica que ahora será Unión Cívica Radical y una escisión llamada Unión Cívica Nacional es comandada por Bartolomé Mitre. Las elecciones de 1892 se realizan bajo estado de sitio con miles de opositores presos triunfando con el fraude un hombre de Roca, Luis Sáenz Peña (1892-1895).
Alem prepara con su UCR una nueva revolución armada pero su liderazgo es disputado por su sobrino Hipólito Yrigoyen. En Julio de 1893 estalla la segunda revolución radical armada. Comienza en la provincia de San Luis. En Buenos Aires Yrigoyen comanda más de 8000 hombres, pero el ahora Ministro del Interior Julio Argentino Roca reprime la rebelión. Yrigoyen entrega las armas, disuelve el gobierno alterno, Alem cae preso y en 1896 se suicida.
En 1895 renuncia Luis Sáenz Peña y asume su vice José Evaristo Uriburu hasta el final del mandato y en 1898 asume Roca su segunda presidencia.
Como se ve, la inestabilidad política es un constante fruto de la resistencia de la oligarquía a dejar el poder que una y otra vez detentan mediante el fraude y la represión. A estas alturas, como polizontes en los barcos que traían a los inmigrantes de las zonas más pobres de Europa, se cuelan las ideas anarquistas y socialistas en la clase trabajadora argentina. Los inmigrantes, esperada solución a la mano de obra necesaria para sostener la administración de la dependencia agroexportadora y la naciente industria trajeron, pues, también un nuevo problema para la oligarquía terrateniente y la naciente industria nacional. En 1901 se funda la Federación Obrera de la República Argentina. Ante la amenaza de un poder movilizador hasta eses momento inexistente, Roca sanciona la llamada Ley de residencia que habilita al gobierno a deportar a cualquier extranjero que se involucre en movimientos sociales o políticos, y sanciona la Ley de Servicio Militar obligatorio con el fin de adoctrinar a los jóvenes en los “valores” de la oligarquía.
En febrero de 1905, ya bajo la presidencia de Manuel Quintana, hombre de Roca, estalla la tercera revolución armada radical con la alianza de los trabajadores urbanos imbuidos de las ideas socialistas y anarquistas. Una vez más es controlada por las fuerzas del ejército al servicio de la oligarquía terrateniente, pero de aquí en más la presencia obrera urbana será una constante en las protestas y revueltas populares, y también la consecuente represión.
El centenario de la llamada revolución de mayo, en 1910, se festeja con miles de anarquistas y socialistas presos y estado de sitio.
El golpe de 1930 se produce en momentos de la grave crisis mundial del capitalismo que pone a la Argentina en una desventajosa posición. Disminuyen enormemente las exportaciones y dejan de entrar los productos manufacturados que importaba. Está década será llamada la Década Infame. El fraude se enseñorea de una “democracia” formal policíaca y represora. Sin embargo, es en esta etapa que comienza el proceso de sustitución de importaciones que hace florecer miles de pequeños talleres y fábricas con la mano de obra que viene del campo a raíz de la crisis exportadora, e incluso se instalan varias empresas norteamericanas para exportar desde la Argentina aprovechando la mano de obra barata. Es la época de la formación de las llamadas Villas Miserias en el cordón sub urbano de Buenos Aires y también es la época de florecimiento sindical con la inspiración de anarquistas y socialistas bajados de los barcos. La revolución rusa (1917) había sembrado el temor al comunismo que se transforma en un nuevo dolor de cabeza para las clases dominantes.
Este es el sustrato social sobre el que florecerá el peronismo. El segundo movimiento popular de la historia comenzó curiosamente con un Perón funcionario de un gobierno golpista, pero como parte de un grupo de militares que se autodefinían nacionalistas y veían necesaria una política que aleje a la clase obrera de la tentación comunista. Es a mediados de los 40, con una coyuntura económica que rápidamente mejora sensiblemente a raíz de los requerimientos de alimentos de la vieja Europa envuelta en la segunda Gran Guerra.
El peronismo ejecuta el primer gobierno verdaderamente populista en que puede decirse que aparece un proyecto nacional diferente a los 130 años de historia anterior. Es una década de continuo crecimiento económico, empoderamiento de las clases populares y desarrollo industrial explosivo.
Pero, una vez más, la oligarquía derroca violentamente al gobierno de Perón, proscribe el movimiento peronista y se inician casi treinta años de inestabilidad política, golpes militares, y el segundo genocidio de nuestra historia, esta vez contra opositores políticos. Ordenado por decreto de la sucesora de Perón en su tercer gobierno y por la muerte del líder popular, se inicia en febrero de 1975 el llamado Operativo Independencia en Tucumán al mando del General Acdel Vilas. Es quién, continuando la tarea del ejército a lo largo de la historia, aplicará los métodos de Julio Argentino Roca agiornados por las enseñanzas de la Escuela de las Américas, en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional y como laboratorio de ensayo para proyectar sus métodos a todo el país a partir del golpe militar de 1976. Por esos años el Departamento de Estado de EEUU promovía e incluso financiaba en toda América Latina las dictaduras que fueran necesarias para imponer en el subcontinente las nuevas condiciones exigidas por el capital globalizado, el llamado neoliberalismo. Y en la Argentina contaba con su dócil clase dominante y un ejército que habían dado históricamente pruebas de su capacidad para administrar la dependencia. Aún con brevedad y a saltos, lo que hemos relatado de la historia nacional es prueba más que suficiente. Primero la fidelidad a España hasta su caída en manos de los franceses, luego la fidelidad al imperio inglés y desde los años 30 la genuflexión a las políticas continentales del gran país del norte, mostraban con claridad, tanto que los militares serían una buena herramienta como que los civiles herederos de los privilegios oligárquicos de antaño, estaban maduros para responder al llamado del sistema financiero internacional por medio de sus gendarmes globales.
Es difícil decir si existía verdaderamente en la Argentina una burguesía nacional. Lo que está claro es que, si así fue, fue incapaz de instalar un proyecto propio sustentable quizá porque en realidad nunca tuvo conciencia de tal y siempre se plegó como retaguardia de la oligarquía de la cual había nacido económicamente. Lo que es incontrastable es que, a partir de la entrada de la Argentina al sistema globalizado neoliberal, primero con la dictadura y luego con los 10 años de peronismo menemista, no sólo no existe sino que esta desaparición transformó el proyecto económico neokeinesiano del tercer gobierno “nacional y popular” de los Kirchner en una anacrónica primavera para el pueblo argentino desde el punto de vista del rol que nos tienen asignado como país neocolonial. De ahí la restauración conservadora que viene a restituir los mecanismos de poder del estado al poder fáctico que siempre gobernó la economía porque jamás se combatió al capitalismo.